Porque hay historias que merecen ser continuadas
Dado el éxito de la entrega anterior y las reiteradas peticiones de que presentase aquí una segunda (y una tercera, una cuarta...) parte, he decidido compartir con vosotros lo que sería el segundo capítulo de "Memorias de una Abuela".
Espero que la disfrutéis tanto como la primera ^^
Entre las particularidades de mi
abuela se encuentra la de tener espina dorsal en lugar de columna,
como si de un pez se tratara.
Sí, ya sé que suena muy extraño,
pero creed cuando os digo que llevamos años tratando sin éxito de
hacerla entrar en razón para que asuman de una puñetera vez su
naturaleza biológica como ser humano.
Todos los aquí presentes hemos
intentado en alguna que otra ocasión explicarle que tal
circunstancia es imposible, que los mamíferos, como vertebrados que
somos (y de ahí el nombre), lo que tenemos es columna vertebral,
pero no hay nada que hacer: se niega en redondo a aceptarlo, de modo
que me resigno a tener una abuela sirena.
A veces pienso que, de ser cierto, mi
abuela habría tenido mucho futuro en el mundo del circo. De hecho, a
punto estuvo de irse con uno, aunque no por propia voluntad. Ved sino
lo que pasó.
Se dio la circunstancia de que en una
ocasión, siendo mi abuela una niña, un circo acampó cerca de su
pueblo. No estoy hablando de uno de estos modernos circos de
acróbatas, no. Me refiero a un circo de los de antes, de aquellos
que no tenían problemas en confinar animales en jaulas y forzarlos a
exhibirse a fuerza de latigazos.
Entre las bestias salvajes con que
contaba este circo había un poderoso macho de gorila, un flamante
espalda plateada en la plenitud de su vida, dotado de grandes
colmillos y una fuerza destacable.
…
Vale, sí. Esta descripción es mía.
Las palabras que mi abuela utilizó para describir al animal fueron
algo más pobres de lenguaje. Además de biológicamente inexactas:
«Era
un cacho mono. ¡Oh! Pero qué bicho más grande, negrote y feo. ¡Con
unos dientacos que tenía...!».
¿Veis? Yo lo único que he hecho ha
sido adaptar sus palabras para darle lirismo a la historia y, de
paso, ahorrarle a zoólogos y entendidos de la vida salvaje el
disgusto de tener que contemplar cómo un gorila es situado en la
misma categoría que un insecto y un macaco.
La visión de semejante fiera causó
sensación en Paraíso, pues en las comunidades pequeñas cualquier
novedad es motivo de gran jolgorio, ya que supone una fuente de
distracción en su monótona rutina.
En un intento por hacer aún más
divertido el suceso, los más trogloditas de entre los habitantes,
cafres como ellos solos, no tuvieron otra ocurrencia que ir a
molestar a la jaula del gorila, al que a partir de ahora llamaremos
Zorondongo para conferirle individualidad (y de paso dejar de repetir
el vocablo gorila).
La gran idea que cobró forma en la
mente de tan ilustres personajes fue la de envolver, de espaldas al
animal, aceitunas recién cogida del árbol en papeles de caramelo
para luego ofrecerlas a Zorondongo y reírse a su costa viendo como
el pobre bicho se metía en la boca las amargas aceitunas creyendo
que eran dulces y las escupía con muecas de asco y gestos de enfado.
Viendo esto mi abuela, que muchas
luces no es que haya tenido nunca la pobre, decidió emular a sus
mayores y envolver una aceituna en papel para engañar ella también
a Zorondongo.
Lo que mi abuela no calculó fue que
el gorila era animal, pero no imbécil, de modo que si envolvía la
aceituna ante sus narices (y escarmentado de la broma como estaba) ni
iba a ser tan tonto como para dejarse engañar.
Así pues, cuando la eminencia de
abuela que tengo acercó la mano a la jaula para poner en práctica
su jugarreta, Zorondongo, en lugar de coger el falso caramelo, lo que
hizo fue agarrarla a ella de la muñeca y estirar del brazo de la
chiquilla para retenerla.
Ya podéis imaginar la que se armó:
una pobre niña presa de un gran simio que se negaba a soltarla a
pesar de su llantos y tironeos (y bien que se lo merecía, por haber
ido a molestar al gorila).
Además, tampoco es que fuera tan
grave. Más bien parece el argumento de una película con chica guapa
en apuros. Yo creo que habría tenido futuro en Hollywood, ¿quién
no pagaría por haber visto en la gran pantalla la trágica historia
de amor imposible entre un gorila y una sirena terrestre?
Aunque claro, las cosa como son: Fay
Wray habría lucido mucho más en ese papel que mi abuela. Y vista la
descripción que dio ella de Zorondongo, también él hubiese
necesitado que otro galán simiesco le interpretase. Qué lástima...
El caso es que los vecinos,
alborotados cual gallinas al ver cagar a alguien en sus dominios,
tuvieron que ir a buscar al responsable del animal para que mediara
en el conflicto. Desde mi punto de vista podrían haberse ahorrado el
molestar al pobre cuidador, porque los gritos de mi abuela bastaron
para persuadir a Zorondongo, que prefirió liberar a la molesta
criatura que le había perturbado antes que quedarse sordo para el
resto de su vida.
Pero la historia no acabó ahí. Al
parecer, cuando el director del circo se enteró del suceso (osea, en
seguida por hallarse en un pueblo de chismosos y alborotadores)
determinó que este no podía quedar así, de modo que se presentó
en casa de mi abuela e insistió en la necesidad de que el gorila y
la niña hicieran las paces a fin de evitar traumas futuros tanto en
uno como en la otra.
La genial idea del hombre, contagiado
tal vez por el espíritu de eminencia de Paraíso, no fue otra que
meter en la jaula de Zorondongo a la aterrada y berreona chiquilla.
El gran simio debía odiarla a muerte
con todos los motivos del mundo. A fin de cuentas estaba siendo
obligado a aguantar por segunda vez en un día a la mona calva y
gritona que debía parecer mi abuela a sus ojos. Deseoso de pasar lo
más rápidamente posible el mal trago, Zorondongo no tardó en
permitir que la niña lo acariciara sin mover un músculo, hasta que
el director se dio por satisfecho en su acto por la paz y pudo
librarse definitivamente de la niña. Y ella del gorila, claro.
Ignoro si Zorondongo o ese circo
regresaron alguna vez al pueblo, lo que sí tengo claro es que desde
que escuché esta historia me siento infinitamente feliz por los
cambios producidos en las leyes de protección animal.
Ahora bien: vaya suerte tuvo mi abuela
de que antaño sus “diversiones” no fuesen consideradas delito,
porque sino habría acabado multada severamente, cumpliendo trabajos
sociales y hasta puede que en prisión por unos meses.
Bueno, ella y el resto de sus
convecinos, porque otra cosa no, pero a violentos y garrulos no hay
pueblo (no lo ha habido, ni lo habrá) que les gane. ¿Sabéis que
los muy zoquetes se la pasaban inflando ranas como su fuesen los
globos de una fiesta?
Sí, tal y como suena: los brillantes
y supinos habitantes de Paraíso ocupaban su tiempo de ocio raptando
ranas inocentes de las ribas del río para luego introducirles una
caña por el recto y soplar hasta hinchar a la desgraciada
criaturita.
Paleolítico Inferior, lo que yo os
decía...
Visto en perspectiva, tampoco debe
sorprendernos la conducta criminal de estas gentes, no cuando
habitaban junto a una comunidad de posibles malhechores. No, no había
ninguna cárcel en los alrededores (visto el nivel, debían matar a
palos a los delincuentes...), me estoy refiriendo al lago cercano a
Paraíso.
A diferencia de otros lagos, este
estaba habitado por peces anónimos, los llamados por mi abuela
“peces peces”, que además de formar parte de la dieta
habitual de los vecinos, debían ser miembros de alguna ictiomafia
potencialmente peligrosa. Lo digo por ese empeño en mantenerse en la
clandestinidad. ¡Si ocultaban hasta su especie!
O tal vez solo se trate de otro lapsus
de mi abuela, que a día de hoy sigue sin diferenciar un salmón de
un lenguado y por eso veía a todos los peces del lago iguales.
Sea como fuere, hay que resignarse: no
sabremos nunca quiénes o qué eran los peces del lago, aunque lo más
probable es que se tratara de parientes lejanos de mi abuela, a fin
de cuentas ellos también tienen espina dorsal.
En fin, mejor será dejar para
próximas ocasiones el relato de las otras muchas atrocidades contra
la vida salvaje llevadas a cabo por estas bellas gentes. Básicamente
porque si sigo escuchando una burrada más de este estilo, sentiré
el irrefrenable deseo de estrangular a mi abuela o de atarla a la
facultad de biología para ver si recogen algo de conocimiento, y no
queremos eso. Y menos ahora que está a punto de salir del hospital.
De modo que proseguiremos con la
historia cuando ya esté instalada en mi casa, mientras dure su
rehabilitación, porque ya nos ha dejado bien clarito que no piensa
quedarse a vivir con nosotros. De terca, como veis, tiene también un
rato...
Hasta aquí por hoy.
Deseo que os haya gustado esta entrega y que la hayáis gozado tanto como yo escribiéndola; como siempre, las quejas y reclamaciones dejadlas en los comentarios.
¡Nos leemos! ^^
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