Tercera entrega de la historia más disparatada que jamás se haya escrito sobre las andanzas de una abuela cuya singularidad podría hacer palidecer al Quijote...
Aunque visto lo visto, lo más probable es que Don Quijote y Doña Abuela acabaran siendo amigos y se fueran de cubateo ^^'
Como siempre, espero que disfrutéis de la lectura y, por favor, los tomates lanzadlos al final, en un comentario políticamente correcto. Gracias.
Digamos una cosa de mi abuela: nunca ha sido una persona de muchas luces. Sin embargo, acusarla de tal delito al ejercicio de la mente sería harto injusto, pues como he podido constatar desde que se instaló en mi casa, no sin asombro y preocupación, esta falta de entendederas es un mal congénito que afecta a toda mi familia.
Digamos una cosa de mi abuela: nunca ha sido una persona de muchas luces. Sin embargo, acusarla de tal delito al ejercicio de la mente sería harto injusto, pues como he podido constatar desde que se instaló en mi casa, no sin asombro y preocupación, esta falta de entendederas es un mal congénito que afecta a toda mi familia.
Sí, con todo el dolor de mi corazón
debo reconocer que no solo mi abuela es propietaria de una mente
obtusa, sino que comparte este privilegio con otros muchos
parientes. Como si tener espina dorsal no fuera ya de por sí
bastante excentricidad, lo sumamos ahora una mente en blanco
perpetuo...
Permitidme que, antes de lamentarme
como es debido por la suerte de mi herencia genética, os cuente cómo
llegué a conocer esta dolorosa verdad. Y ya de paso, os presento a
alguno de los familiares de la adorada abuela.
Como os expliqué en anteriores
entregas, al salir del hospital mi abuela se vio obligada, aún en
contra de su voluntad, a instalarse en nuestra casa mientras
terminaba de recuperarse de su última ostia contra el suelo. O de su
último escarceo romántico con las baldosas, porque empiezo a
sospechar que tras esta tendencia a la caída se oculta en realidad
un oscuro e inconfesable fetiche erótico...
Bueno, como es de suponer, la marea de
visitantes (familia y amigos) dispuestos a presentar su preocupación
ante la convaleciente no se hizo esperar, y durante casi dos semanas
mi casa se convirtió en recepción y centralita: cuando no llamaban
a la puerta, era el teléfono el que requería ser atendido. Vaya
caos.
El caso es que, entre la comparsa de
familiares que se acercaron a ver a la señora durante este lapso de
tiempo encontré al ser que demuestra que la falta de mollera en mi
linaje es congénita, como el cabello rubio en los Lannister puros.
Dicha persona es la tía de mi abuela,
una mujer tan diminuta que, de no ser por las muletas, haría ya años
que habría muerto arrollada y pisoteada sin remedio contra el
pavimento. Tan extraordinaria mujer, capaz de reírse a mandíbula
batiente ante la más ínfima tontería, comparte con mi abuela, con
la que apenas se lleva diez años (misterios de las familias de trece
hijos... O de las familias sin televisión), la misma genialidad de
pensamiento de la que habéis sido testigos en lo que os llevo
contado hasta el momento.
Pero antes de que os ilustre respecto
a sus andanzas, conviene dedicar unas palabras para desgranar el
anodino y misterioso mundo de la educación post-republicana en los
entornos rurales a fin de hacer comprensibles las hazañas de tan
singular dueto de voces blancas y seseras aún más blancas.
No existían en el agro centros
educativos como los que se estilaban y estilan hoy día en las urbes,
sino almacenes, salas e incluso pajares abandonados que, tras un par
de arreglillos chapuceros, cumplen con la función de dar albergue a
la institución del saber que son las escuelas.
Total, antaño no se era tan remilgado
con los locales, bastaba instalar un par de pupitres y una palestra
(porque el concepto “pizarra” también estaba en desuso) para
garantizar la correcta formación de los niños del pueblo, que no la
subsistencia del maestro. No en vano, aún hoy acostumbra a usarse la
expresión “ser más pobre que un maestro”, sus razones habría
para relacionar la enseñanza con la pauperridad.
Bien, en estos centros rústicos
recibían los preceptos básicos de la educación la totalidad de
jóvenes y niños del municipio, indistintamente de su edad o sexo.
De hecho, existía una única aula y un único maestro o maestra para
todas las materias y para todos lo alumnos, cosa que me lleva a
pensar, que además de míseros, los maestros debían ser también
una suerte de octópodos terrestres, porque discrepo seriamente de
que dos brazos basten para desempeñar bien tantas funciones.
Atendiendo a esta realidad, pese a la
diferencia de edad, mi abuela y su tía se educaron juntas,
compartiendo recreo, lecciones y tareas. Como podéis imaginar, su
capacidad para tales menesteres era, siendo muy amables, nefasta (y
siendo realistas, completamente inexistente).
Sobre la dedicación que ambas
manifestaban respecto a sus obligaciones estudiantiles me abstendré
de hacer valoraciones. Solo mencionaré, a modo de ejemplo y para que
podáis haceros una idea aproximada del talante de ambas mozas, uno
de los hitos intelectuales de la tía de mi abuela, cuyo nombre, por
cierto, es Remigia.
Esta ilustre señora siempre que puede
presume de haberse leído La cabaña del Tío Tom, de Harriet
Beecher. Y ya está. Para ella, deduzco, supone un gran logro, pues
ha sido incapaz de leer ningún otro libro en sus casi cien años de
vida.
Cuando le pregunté por el motivo de
semejante falta de entusiasmo respecto al ejercicio de la lectura,
tras reírse de forma estridente, me respondió de la siguiente
manera:
«Ay...
¿Cómo voy a leer yo? ¿Pero tú has visto qué gordotes son los
libros? ¡Y sin dibujos! Uy, quita, quita. Yo me aburro con cosas
así».
Una
explicación tan válida como cualquier otra. Además, ella tiene más
mérito que mi abuela, que no se ha leído un libro en su vida.
«Es
que no me gustan, tienen mucha letra y muy chiquinina. Yo las
revistas rosas, eso sí que me lo leo. Todas las semanas. A mí
cotilleos y eso, que es lo mío».
En
fin... Nada que añadir, señoría.
Ahora
bien, que a nivel personal esa alergia a los libros a mí me resulta
estupenda: puedo escribir libremente sin miedo a que me juzguen por
el contenido de mi obra, porque a lo más que puedo aspirar es a que
escuchen leído alguno de los fragmentos. En el caso de tía Remigia
aún lo entendería, pero en el de la protagonista de la biografía,
es de delito. Mira que no querer leer ni su propia vida...
Sin
embargo, y por inverosímil que pueda parecer, este ahínco en
cultivar la ignorancia se queda en nada si se compara con el episodio
que me dispongo a relatar, al que hemos bautizado en homenaje a
Tolkien como La hechura de
las Migas.
¿A que suena muy épico?
Como era (y es) habitual en el mundo
de los estudiantes, al finalizar la clase un día cualquiera, la
maestra encomendó a sus alumnos la tarea de aprenderse una lección
del Libro para el día siguiente poder explicarla en clase.
Sí, he dicho del Libro. Con
mayúsculas. No porque me refiera a la Biblia, que bien podría dada
la ingente cantidad de páginas del volumen dedicadas a desgranar los
misterios de la fe cristiana, sino porque la misma falta de
especialización de que gozaban aulas y maestros, se aplicaba también
a los libros de texto, que consistían en un único volumen que
además era transmitido de generación en generación e incluso
compartido entre los varios vástagos de una misma familia. Eso sí
eran eco-books...
Pero volvamos al asunto que nos
ocupaba. Tras recibir las instrucciones de su maestra, mi abuela y
tía Remigia corrieron a casa de la primera para estudiar como las
niñas obedientes y trabajadoras que supuestamente eran. ¡Y vaya si
estudiaron!
Si tengo que dar fe a sus testimonios,
se pasaron la tarde entera y casi el total de la noche machacando la
lección, renunciando incluso a la merienda. Empollaron tanto, que no
se les cayeron los ojos de milagro, pero al acostarse, cada una en su
respectivo hogar, la lección había quedado adherida a sus
esponjosas y juveniles mentes.
Por desgracia para ambas, una oscura e
inesperada fuerza se cruzó en su camino, un arcano poder nacido del
pan y la freidura primigenios, un manjar maldito que vino a
presentarse en la mesa del desayuno de tía Remigia: migas.
Solo la Fortuna evitó que mi abuela
cayese también víctima de ese guiso del Averno... Bueno, la Fortuna
y el hecho de que vivieran cada una en su casa, claro. Pero alguna
licencia en pro de la epicidad tengo derecho a tomarme, ¿no?
Así pues, tras el desayuno, ambas
mozas se encontraron con sendos libros en la puerta de la escuela
para dar el repaso de última hora que nadie recomienda pero que
todos hacemos, y hasta que sonó la campana (de mecanismo manual, no
esos aberrantes timbres que se usan hoy para taladrar sesos
infantiles) y se encaminaron hacia el aula.
Ya aposentadas en sus pupitres, ajenas
al Mal que sobre ellas se cernía, las niñas saludaron educadamente
a su maestra, la cual no tardó en llamar a tía Remigia para que
saliera a la palestra a exponer la lección.
Y la niña fue. Avanzó con pasitos
seguros y se colocó junto al encerado (otra arcaica manera de llamar
a las pizarras) dispuesta a cumplir con su cometido como alumna
trabajadora y estudiosa.
Sin embargo, tan pronto como abrió la
boca para empezar a recitar, tía Remigia sintió cómo una mano
invisible le atenazaba la garganta, impidiendo que las palabras
escaparan por entre sus labios. Cuando la presión desapareció,
liberando sus cuerdas vocales, las palabras se habían desvanecido
como si jamás hubieran anidado en su mente. Y por más empeño que
puso, no logró recordar ni una frase.
—Es para hoy... —apremió
la maestra, ajena al malestar de su pupila.
Acongojada
y muerta de vergüenza al verse puesta en evidencia ante todos, tía
Remigia busco desesperadamente una causa para su repentina amnesia.
Repasó al milímetro todos los sucesos acaecidos desde que se
acostara la noche anterior y al fin, tras varias palabras de
insistencia por parte de la maestra, dio con el culpable.
Ya más
tranquila, la muchacha sonrió a la docente y le explicó sin
vacilar:
—Mire,
señora maestra. Yo me sabía muy bien la lección anoche, me pasé
la tarde entera estudiando y me la sabía. Pero resulta que comí
migas para desayunar esta mañana y claro, se me ha olvidado todo. Ha
sido culpa de las migas.
Así
habló tía Remigia, poniendo tal determinación en desgranar los
motivos de la supuesta causa de su ignorancia, que la maestra tardó
varios minutos en poder reaccionar y castigar a esa desvergonzada
como era debido. Tras una dura reprimenda, por supuesto, y la promesa
de llevar el caso ante los Tribunales Paternos.
De esta
forma concluyó tan singular episodio, culpable de que jamás se haya
vuelto a dar de comer migas a ningún estudiante de la familia antes
del desempeño de su labor académica. Como no sabemos hasta qué
punto son veraces las declaraciones de tía Remigia, más vale
prevenir que curar.
Con
todo, si os interesa conocer mi humilde opinión, yo dudo seriamente
de que unas virutas de pan influyeran con tan nefastas consecuencias
en la más que patente incapacidad memorística de tía Remigia,
sobretodo desde que ha quedado demostrado además que esta amnesia
súbita es un mal común entre los miembros de nuestra estirpe, que
se ha ido transmitiendo desde tiempos pretéritos de una generación
a la siguiente.
Tanto
es así, que recientemente uno de los alevines de la familia, Piluca,
nieta también de mi abuela, protagonizó otro de estos inexplicables
lapsus. Se hallaba la joven con sus amigas cuando
una de ellas propuso llevar a cabo una excursión en bicicleta por la
ribera del río.
Todas
se mostraron de acuerdo, y dado que una de las muchachas no recordaba
el funcionamiento del vehículo, Piluca se ofreció a explicarle con
detenimiento cómo debía montar y conducir la bicicleta.
Cuando
hubo concluido su explicación, la joven se situó junto a su propio
vehículo y se quedó allí plantada sin saber bien qué hacer: las
instrucciones de uso que con tanto detalle había expuesto hacía
apenas unos minutos, habían
huido de su mente. Y en este caso, sin la intercesión de las migas.
Curiosamente,
dada su afición a consumirlas, mi abuela nunca ha sido víctima del
ataque de la amnesia miguil. Quizá tener espina dorsal la haga
inmune...
De lo
que no va a salvarla, desde luego, es de llevar a cabo los ejercicios
de rehabilitación que le encomendó el médico, por mucho que se
queje y proteste. Así que si me disculpáis, seguiremos con la
historia un poco más tarde. Y tranquilos, que no pienso comer migas
para que no se me olvide cumplir.
Hasta aquí la entrega.
Como decía al principio, las tomatinas y reclamaciones en los comentarios.
¡Nos leemos! ^^
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