Hoy me apetecía escribir algo diferente, y ya que a mi cabeza le dio por iluminarse ayer de madrugada, me he decidido a rescatar un viejo relato y adecentarlo.
No es fantasía, sino más bien un ejercicio de ficción histórica que he tenido a bien retorcer hasta hacerlo desagradable. Desde mi punto de vista, se trata de un relato bastante crudo, pero como vosotros estáis acostumbrados a George R. R. Martin, seguro que lo encontráis light XD
Aun así...
*Advertencia: El texto contiene escenas de violencia, si eres menor o no te sientes cómodo con este tipo de escritos te recomiendo que, por favor, no lo leas. Gracias ^^*.
Morir de todos modos
(Barcelona,
1714)
Me lo traían
encadenado. Sucio, andrajoso y desposeído de todo orgullo. Dos soldados de
uniforme impoluto lo arrastraban por el inmenso barrizal en que se había
convertido el campamento tras los duros meses de asedio.
Alcé la vista
para contemplar la ciudad, sus tercas murallas y sus desgastados bastiones. Su
vana resistencia la honraba y maldecía, condenándola a sufrir calamidades que,
de otro modo, podría haberse ahorrado. Pero si lo hubiera hecho, si se hubiera
entregado, tal vez habría perdido su esencia, y si una cosa me había quedado
clara es que la ciudad condal estaba dispuesta a renunciar a todo salvo a su
libertad.
Sonreí sin poder
evitarlo.
Altiva y
orgullosa Barcelona, eres culpable y víctima de una obstinación que te honra;
estás condenada a ser reducida a vagas ruinas y aun así permaneces
inquebrantable, sabiéndote eterna. En tus muros halló cobijo Augusto, y en tu
puerto, riqueza la casa condal que durante siglos te poseyó, llegando tu
esplendor a desbancar a la también magna Tarraco, ahora olvidada y lejana. Pero
mira, orgullosa ciudad. Mira y dime lo que ves: a tu alrededor todo ha caído,
el campo está sembrado de escombros, y ni siquiera el bastión de Cardona
prestarte puede su apoyo.
Y a pesar de
todo esto, es tu silueta lo primero que veo cuando amanezco, y al mirarte no
algo ante mí se rebela, pues ya he comprendido que aunque ahora estés sitiada y
sin esperanzas, tu legado no tendrá fin hoy, por mucho que nosotros, tus
enemigos, nos obcequemos por lograrlo. ¿Es imposible eliminarte, verdad?
–Señor –dijo
entonces uno de los hombres que arrastraban al cautivo–. ¿Dónde desea que le
dejemos?
–Atadlo en la
tienda –indiqué, entrando yo mismo tras ellos en aquella carpa que me hacía las
veces de despacho y de dormitorio–. Luego dejadnos, deseo interrogarle.
Procurad que nadie sepa de esto, y que no nos interrumpan.
Los hombres,
acostumbrados a obedecer, no hicieron preguntas. Se limitaron a encadenar al
prisionero y a salir de la tienda sin una palabra. Eran buenos soldados, leales
como pocos, y sin miedo reconozco que les habría confiado mi vida sin dudarlo.
Por ese motivo sabía que no contarían nada sobre el prisionero, ni siquiera
ante el idiota de Berwick.
Berwick, solo
pensar en ese mentecato me hacía bullir la sangre. No solo es un bastardo del
cretino de Jacobo II, sino que además es un maldito ególatra y un engreído, el
niño mimado de ese monstruo amariconado que ocupa el trono francés. Si no fuera
por eso, nunca le habrían entregado a él la tarea de aplastar a la resistencia
de Barcelona para poner fin a esa guerra eterna. Ah, prefería mil veces
aguantar de nuevo al maníaco de Pópoli a cargo del sitio que tener que plegarme
ante las órdenes de ese pavo arrogante.
Tratando de no
dedicar ni un segundo más de mi precioso tiempo a pensar en el idiota de
Berwick me dirigí hacia el prisionero, cuyos ojos oscuros permanecían anclados
en tierra. No me tenía miedo, ni siquiera respeto; su gesto solo reflejaba odio
y desdén. Tanto me daba, no quería su respeto para nada.
–Bien, ¿cuál es
vuestro nombre? –pregunté por mero formalismo.
–Para ti,
escoria, soy sólo tu muerte –contestó.
Me encogí de
hombros.
–Trataba de ser
amable –dije–, pero no es un requisito indispensable para lo que me propongo.
–De mí no
sacarás nada, fill de bagassa*.
*Fill de bagassa: Hijo de puta
(catalán) No se usa mucho.
Arqueé una ceja,
divertido por su insolencia. Me lo iba a pasar bien.
–¿Y quién ha
dicho que quiera sacar algo de ti?
Solo por su cara
de sorpresa valió la pena soltar semejante bravata. Sin perder la sonrisa, me
coloqué a su espalda, desencandenándolo sólo para empotrarlo sin delicadeza
alguna contra la mesa que usaba como escritorio, haciendo caer al suelo los
papeles, libros y plumas que la ocupaban. Amarré entonces al preso contra la mesa,
y tras amordazarlo con el pañuelo que hasta ahora calentaba mi cuello me retiré
para observar mi obra.
Sus ojos me
miraban con ira, pero en el fondo de sus pupilas bailaba el miedo. No hacía
falta ser demasiado inteligente para darse cuenta de lo que me proponía, pero aun
así no pude resistir la tentación de inquietarle un poco más con mis palabras.
Me arrodillé pues ante su rostro, acariciando casi con ternura su barba
descuidada, apartándole los cabellos ensortijados y pardos de los ojos antes de
acercar mi boca a su oreja para confesar en un susurro:
–De ti no quiero sacar
nada, sino más bien depositar en ti algo mío.
Se estremeció
ante mis palabras, y sus forcejeos se volvieron tirones violentos que sólo
lograron descarnarle las muñecas y los tobillos hasta hacerlos sangrar. La
visión y el olor del rojo líquido, que se mezclaba con nuestros sudores y el
penetrante olor de las velas de sebo que iluminaban el interior de la tienda
lograron excitarme.
Sonreí a la par
que mis pupilas se dilataban de placer, y sin preámbulos ni contemplaciones, me
situé a su espalda con mi puñal entre los dedos, juguetón. El preso trató de
voltear la cabeza para seguir mis movimientos, pero yo prudentemente me había
situado fuera de su campo de visión para acrecentar su desesperación. La
respiración se le aceleraba, y casi podía oír los latidos de su corazón.
Incapaz de
contenerme por más tiempo, rasguñe su camisa y su cinturón con el puñal,
haciendo jirones las ya de por sí raídas prendas, que cayeron, permitiéndome
contemplar su carne desnuda. Pasé los dedos por su espalda y sus costados,
notando hasta la última de sus costillas bajo esa piel mustia: ese pobre
desgraciado no tenía sobre su osamenta ni un mísero gramo de grasa, a tal punto
había llegado la hambruna en la ciudad.
No obstante, su
deplorable estado no me disuadió de mis intenciones. Cuando un hombre cae tan
bajo como para abusar de sus semejantes, la piedad y la compasión hace ya
tiempo que desaparecieron de su abanico de acciones. No sentía por él nada, ni
siquiera deseo, y pese a ello me disponía a usar su cuerpo marchito hasta
quedar saciado.
Colocándome pues
entre sus piernas, liberé mi miembro, ya erecto, de la prisión de mi uniforme,
y aún con la camisa puesta, me introduje sin demora ni compasión en su cuerpo
indefenso, arrancándole un gemido de miedo y dolor que quedó ahogado por la
improvisada mordaza, empapada de su saliva y sus lágrimas desesperadas. Tampoco
ellas lograron conmoverme.
Sus gritos acallados
acompañaban cada movimiento de mis caderas, nuestras pelvis se rozaban y nuestro
sudor se mezclaba allí donde la piel hacía contacto con la piel. Bailábamos una danza
macabra de preciosa coreografía.
Al cabo de unos
minutos su garganta quedó muda, y en sus ojos vi lo mismo que veía siempre: el
vacío. Le había quebrado hasta tal punto que su mente y su cuerpo se habían
disociado, y el ser que yo ahora embestía sin compasión alguna no era sino una
carcasa vacía, una muñeca rota que ni se removía ni gritaba.
Y pese a todo seguí
adelante, clavando por el mero placer de hacerlo mis uñas en su cadavérica
espalda, destrozando la mugrienta piel, tal vez con intención de llegarle al
hueso. No me habría costado, la verdad, y puede que hasta lo hubiese
disfrutado, pero no llegué a hacerlo, pues antes se apoderó de mí un calambre
conocido.
En oleadas
intensas, el orgasmo fue agarrotándome los brazos, que finalmente optaron por
apresar sus hombros, anclándome a ellos. La electricidad ardiente que precedía
al placer tomó mi cuerpo y mi mente, haciendo de mí un animal, más egoísta y
bestial si cabe.
El placer se
apoderó de mis caderas, acelerando mis movimientos hasta que por fin, con una
última embestida y un gemido derrotado, me derramé en su interior, clavando mis
botas en la tierra mugrienta para no caer mientras mi cuerpo se sacudía, fuera
de control y resoplando.
Tardé varios
minutos en recuperar el aliento, tembloroso pero satisfecho, y durante ese rato
permanecí dentro de su cuerpo, notando el calor de sus entrañas. Recuperado el
resuello, me aparté elegantemente de su desmadejado cuerpo, y tras recolocarme
la ropa decorosamente, me arrodillé ante él para quitarle el pañuelo de la boca
y volver a anudármelo entorno al cuello.
–¿Y bien? –le
pregunté con sorna, sabiendo que su mente quebrada no podría articular palabra
alguna–. Ahora que ya hemos... intimado ¿me dirás tu nombre, perro barcelonés?
Para mi
sorpresa, el prisionero soltó una especie de graznido que debió ser una risa, y
sin miedo alguno en sus oscuros ojos, escupió a mis botas con despreció, pues
su posición no le permitía alcanzar a mi rostro.
Lejos de
asquearme, su gesto rebelde me hizo reír, y alzándome del suelo acerqué una
silla a la mesa donde él estaba retenido, me senté en ella y puse mi bota mancillada
ante su rostro sin decirle una palabra.
–Ni ho somiis* –me
dijo con desafío.
*Ni ho somiis: Ni lo sueñes (catalán).
–Tú mismo –respondí
encogiéndome de hombros y acercándole la bota un poco más–. Voy a contar hasta
tres, si no veo tu lengua lustrándome las suelas antes de que termine, vas a
abandonar este mundo con la visión de mi calzado.
Él negó con la
cabeza y volvió a sonreírme con loca determinación. No iba a doblegarse, ni
ante mí ni ante nadie, y en ese instante supe que aquel hombre y su ciudad iban
a compartir la misma suerte: morir. De pie, sí, pero morir de todos modos.
Curiosamente,
esa certeza sí logró remover algo de mi yo dormido, y sin haber iniciado
siquiera la cuenta me levanté de mi asiento. Tomé sus ataduras y con el mismo
puñal que había usado para desnudarle lo liberé. El prisionero cayó al suelo.
–Lárgate –le
dije, abandonando la tienda con paso tranquilo.
Avancé
lánguidamente entre las tiendas de los soldados, y al cabo de unos minutos oí
un par de disparos entremezclados con palabras en francés y castellano. Mis
ojos refulgieron con sadismo y sonreí para mis adentros.
–Necio… –murmuré
emprendiendo el camino de regreso a mis aposentos.
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