Porque un relato de vez en cuando no hace daño.
Este fin de semana está resultando ser especialmente caluroso. O al menos esa es mi percepción, que podría estar influenciada por mi trabajo como jurado del Concurso Empotradoras.
Sea como fuere, lo mejor para disfrutar de este tiempo tan propicio es una lectura ligera y una bebida fría. Y dado que enviaros refrescos a todos me resulta imposible, permitidme que os ofrezca algo de leer.
En esta ocasión se trata de un relato breve sobre lo que ocurre cuando el mundo desea manejar los hilos de tu destino. Espero que lo disfrutéis ^^
– Marioneta
en manos de otros –
El viento frío de
la mañana sacude las hojas de los árboles, alarmando a las gallinas
que picotean dentro del corral que con tanto esfuerzo les construí
el verano pasado. A lo lejos, oigo el aullido de mis perros. Como
todas las mañanas, se dirigen al establo para conducir al pequeño
rebaño —dos
ovejas y tres vacas—
hacia los verdes pastos que hay al este de los campos de cultivo. No
volverán hasta la puesta del sol.
Apenas son las ocho, pero hace ya
varias horas que abandoné la cama. Cuando una trabaja en una granja,
no puede permitirse desperdiciar ni un segundo. Y menos en este lugar
del mundo, donde el clima suele cambiar de un día para otro.
Despistarse, ni que sea por un instante, puede acabar con la salud de
tus animales y arruinar la cosecha que con tanto esfuerzo has estado
cultivando.
Recoger las últimas berenjenas y
batatas de este otoño me lleva apenas media hora. Luego cruzo el
puente y emprendo el camino hacia el pueblo.
Cuando llego, esta pequeña aldea a la
que considero mi hogar bulle de actividad. Somos pocos vecinos,
apenas una decena de familias que se agolpan alrededor del colmado,
el hotel y los dos restaurantes que conforman el núcleo comercial
del pueblo. Poca variedad y aún menos productos. Por eso fue tan
importante para estas gentes, amables pese a las duras condiciones de
vida, que decidiera instalarme en el viejo rancho abandonado. Mis
campos y mi ganado alimentan la economía de este pequeño rincón
del mundo.
Pensar en ello me llena de felicidad.
Y con esta buena actitud me dirijo, como cada mañana, hacia la
oficina de envíos para poder exportar el excedente que producen mis
campos hacia otros lugares del mundo. Y como suele ser costumbre, es
el anciano alcalde quien me atiende.
—Ve con cuidado,
joven —advierte
el hombre mientras recoge mis paquetes—.
Mañana es probable que haga mal tiempo. Ya sabes que mis huesos
jamás se equivocan.
Me despido dándole las gracias por el
consejo. Al salir, me cruzo con su nieto y con el vaquero que se
ocupa de la lechería. Ambos me sonríen al pasar.
—Eh, Chelsea. ¿Cómo va todo?
—pregunta el vaquero.
—Bien. Todo bien, gracias.
—Ya... —Hace una pausa—. Oye,
¿te gustaría que te llevara este sábado a la Isla Grande? Me han
dicho que desde allí se ven las estrellas fugaces.
Bajo la vista con incomodidad.
—No, lo siento. El sábado estoy
ocupada.
El vaquero se cruza de brazos. Parece
ofuscado.
—Qué decepción. Pensaba que
habiendo rechazado a este —comenta señalando a su amigo—, no
dirías que no a mi ofrecimiento...
Articulo una excusa algo más
elaborada, me disculpo y me alejo de ellos a paso vivo en dirección
al embarcadero.
Uno de los principales problemas de
vivir en un archipiélago es que necesitas hacer uso de la barca para
desplazarte por él. A excepción de las tres islas principales,
unidas por su proximidad mediante sencillas pasarelas de madera, el
resto de pequeñas islas flotan aisladas sobre un océano siempre
oscuro. Lo peor de todo es que resulta necesario visitarlas
diariamente para no quedarte sin alimentos u otros productos de
primera necesidad, como la madera o los metales con los que fabricar
herramientas.
Mientras el barquero me lleva hacia la
primera de las islas, ocupada por entero por una selva tropical donde
siempre crecen frutas exóticas, reflexiono sobre las palabras del
anciano.
Mal tiempo, dijo. Estamos a finales de
otoño, de modo que eso solo puede significar que se avecina un
huracán. Alzo los ojos y el cielo raso y claro confirma mis
sospechas. Mañana no podremos salir de casa.
Paso el resto de la jornada
recorriendo las islas para aprovisionarme y, cuando el reloj marca
las siete de la tarde, cruzo la puerta del rancho cargada con frutas,
setas de varias clases e incluso un salmón que logré pescar de
regreso a casa. Mi gata maúlla con entusiasmo al verme entrar. Sabe
que esta noche cenaremos bien.
Tras la cena, doy un paseo por los
establos y el corral, asegurándome de que todos mis animales están
a buen recaudo y que cuentan con agua y víveres para soportar la
jornada próxima. Por último, recojo a mis perros y cierro la puerta
con fuerza.
***
El viento silba con intensidad a la
mañana siguiente. Como siempre, el anciano ha acertado con su
predicción: un huracán barre el archipiélago con violencia,
arrastrando consigo troncos y piedras que caen sobre los tejados y
destrozan los cultivos. Cuando el viento amaine, harán falta varias
jornadas para limpiar las calles y reparar los desperfectos.
Ya puedo imaginarme el enfado de los
aldeanos mientras recogen los troncos caídos y se afanan en cubrir
las goteras con tablones. Aunque claro, no todos se disgustan cuando
el cielo ruge como un león hambriento.
—Me sé de una que debe estar
saltando de felicidad... —murmuro, pensando en la joven boticaria
que vive con su sobrina en una de las islas del oeste.
Sonriendo por lo bajo, me dirijo al
fogón para preparar té y freírme unos huevos para desayunar. Lo
cierto, reflexiono mientras el agua empieza a hervir, es que yo
también estoy contenta de que tormentas y ventiscas azoten las islas
periódicamente. Aunque por motivos bien distintos a los de la
boticaria, claro.
A ella le gusta ver los relámpagos y
recoger las extrañas semillas que el viento transporta desde lugares
lejanos. Para mí, los días posteriores a una tormenta son siempre
un descanso. La gente está tan ocupada comentando los daños
producidos que se olvidan de torturarme con el mismo tema de siempre.
Es una de las cosas que más me
irritan de este lugar. Al ser una recién llegada, todos los hombres
solteros del pueblo parecen mostrar interés en mí. Sospecho que
incluso debe existir una suerte de apuesta para ver con cuál de
ellos acabo formando una familia.
Me tratan como un títere, como a una
marioneta que baila al ritmo que otras manos imponen. Todos dan por
hecho que tarde o temprano me casaré.
La tetera silba sobre el fogón,
avisándome de que el té ya está listo. Lo sirvo en una taza de
porcelana blanca y lo dejo en la mesa, junto a los huevos recién
hechos. Suspiro.
Lo cierto es que casarme no es algo
que me disguste. De hecho, me haría mucha ilusión encontrar a una
persona a la que amar y compartir mi vida con ella, pero solo si soy
yo quien la elige. Y eso, en este pueblo tan pequeño como estrecho
de miras, no es posible, pues se me impone que en el amor debe ser un
hombre mi destinatario.
En cuanto lo supe,
el mundo se hundió bajo mis pies. Traté por todos los medios de
hallar alternativas, pero fue en vano. De hecho, ni siquiera el
sacerdote o su Diosa —esa
criatura engreída a la que obsequian arrojando flores en un
estanque—
aceptan otras opciones: entre las mujeres, según predican, no pueden
florecer sentimientos más allá de la amistad.
Es por eso que sigo viviendo sola en
este rancho, aguantando a diario las miradas de quienes reprueban mi
actitud y mis decisiones, porque si no consienten que yo ame
libremente, no amaré de ninguna forma.
Me siento en la mesa y enciendo la
radio. En la emisora local, la única que opera en estas latitudes,
anuncian que la próxima semana nevará con fuerza y una idea cruza
mi mente. Tal vez debería procurar que el temporal me atrapara en la
botica.
Afortunat serà l'editor que confiï en el teu talent Alister Mairon
ResponderEliminarMoltes gràcies per aquestes paraules ^^
EliminarSupe que me atrapaste cuando no quería que tu relato se acabara, supe que me me encantaste cuando me hiciste aplaudir y sonreír con el final.
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