Con todos vosotros el relato que escribí en noviembre para el taller de escritura de Literautas, con el título El lápiz mágico, que aún no había tenido tiempo de compartir por aquí. Espero que lo disfrutéis mucho.
*Advertencia: El texto contiene escenas de violencia, si eres menor o no te sientes cómodo con este tipo de escritos te recomiendo que, por favor, no lo leas. Gracias ^^*.
Crónica a lápiz
El papel sigue intacto,
expectante, y el maldito instrumento con sangre de carboncillo se ríe
de mi indecisión desde el escritorio.
–Fírmala –me
tienta, desdeñoso, ese lápiz cuya voz solo yo oigo.
Y mis ojos lo
contemplan, mis manos tiemblan y lo agarran inseguras. Acerco su
punta afilada hacia la hoja que espera... Y me detengo.
–No puedo –confieso,
volviéndolo a soltar sobre la mesa–. No puedo hacerlo.
–Eres débil –escupe
entonces con desprecio–. ¿Qué dirían de ti si lo supieran? ¿Qué
sería de ti si yo lo contara?
–Basta –exijo,
levantándome de la silla y andando hacia la ventana.
Fuera, en la calle, la
luz brillante del astro rey lo ilumina todo con insolencia, y los
pájaros de la ciudad recorren con sus idas y venidas un cielo
inmaculadamente azul, un cielo perfecto. El verlos volar, libres de
toda atadura, me relaja y entristece por igual.
–Puedes seguir
ignorándome todo el tiempo que quieras –dice el lápiz, ese
instrumento mágico que me habla cuando estoy solo –. Lo puedes
aplazar cuanto gustes, pero nunca desaparecerá: el papel seguirá
aquí, y deberás hacerle frente tarde o temprano.
–No... –digo en un
murmullo que crece hasta convertirse en grito–. ¡No! No puedo
hacerlo, no debo hacerlo.
–Pero tienes que
hacerlo –afirma el lápiz con determinación, y esas cuatro
palabras caen sobre mí con toda su fuerza.
De repente siento el
peso del uniforme, asfixiándome: me pesa la camisa blanca, la
chaqueta, el cinturón. Me pesa la gorra, las botas, la corbata... Y
sobretodo me pesa la banda roja del brazo izquierdo y su símbolo en
negro, mil veces maldito. Me pesan los galones y cada gota de sangre
derramada que los avalan. Me pesa.
Me pesan sus risas,
robadas para no volver. Me pesan los gritos que me negué a escuchar.
Me pesa el crepitar de las llamas, devorando sus hogares. Me pesan
las balas, liberadas para matar inocentes.
«Tú
no lo sabías. Tú no lo sabías...».
Me lo repito como una
salmodia cada noche, pero sé que no es cierto: yo lo sabía. No
quería saberlo, pero lo sabía. Y ahora me pesa.
Me pesa cada orden que
acabó con su alegría. Me pesa cada carrera por las calles,
acosándolos como a conejos. Me pesan mis propias carcajadas al oler
su miedo, desfigurándome un rostro cada vez menos humano.
–Eres un cobarde,
Alois –afirma el lápiz mágico que sólo yo en mi desquicio logro
escuchar–. Ahora lloras y te lamentas, pero no te dolía tanto
cuando los arrastrabas a la muerte. Ni siquiera pensabas en ellos
mientras brindabas con tus superiores.
–Es diferente –alego
sabiendo que no es excusa–. La quieren a ella.
–Y antes te pidieron a
otras: Judith, Ruth, Maria, Sara... Tenían nombres, Alois. Y una
familia. No eran diferentes a ella en nada, pero no te importó
firmar sus sentencias. No te importó en absoluto condenarlas a ese
horror que tus amos adoran. Sí, tus amos. Porque tú eres su perro,
un sucio y repugnante perro de presa que sólo sabe matar.
Mis hombros se contraen
en un espasmo y bajo la cabeza, temblando. Las rodillas se me doblan
y siento náuseas. El uniforme me pesa. Los galones me pesan. La
sangre... Su sangre me pesa.
–Fírmala, perro
cobarde –insiste el lápiz desde el escritorio, lacerándome con
esa voz de grafito que no oye nadie más–. Para ti no hay más
camino, ya no.
No hay más camino. No
hay más camino. No hay... Lo hay.
Avanzo febril hacia el
escritorio y mis manos se dirigen sin quererlo hacia el cajón para
aferrarse con desespero a mi cómplice de horrores, a mi compañera
de frío metal y alma aún más fría. La acaricio con ternura,
recorriendo cada centímetro del cañón con mis dedos blancos. El
arma se estremece y casi gime ante mis caricias. Ojalá fuera ella...
–Fírmala –repite el
lápiz, consternado ante mi actitud.
Yo le dirijo una última
mirada a él y a la sentencia, aún sin firmar, y niego con la
cabeza esbozando una sonrisa.
–No –respondo
mientras el cañón de la pistola me lame el cuello y me besa la
barbilla, subiendo hasta mi sien.
Cierro los ojos con un
ronroneo mientras mis dedos la presionan. Oigo un chasquido de metal.
Luego un estallido de tormenta. Y luego... silencio.
Y hasta aquí el relato. Tanto si os ha gustado como si no, me gustaría conocer vuestra opinión en los comentarios para seguir mejorando. ¡Nos leemos!